Ella era estilista de alta costura.
Él era... él.
Se conocieron como ahora lo hace la mayoría de las personas, por una app de citas.
Tras tres meses de charlas, donde él pensaba que nunca se verían y ella tenia miedo a verle.
Ella era agua.
Él era aceite.
Pero en esa línea que les impedía mezclarse, empezaron a bailar.
Ella era cabezota.
Él era... él.
Tenían dos mundos que rotaban en líneas paralelas, pero de vez en cuando, esa rotación los llevaba a estar juntos.
Y entonces, sin saber ni cómo, ni por qué, estaban bien, más que bien.
Ella se acostumbró a él.
Él no se sacaba la camisa del miedo, miedo a que le engañaran otra vez.
Pero poco a poco, día a día fueron conociéndose, intentando mezclar ese agua y ese aceite, con dos pasos adelante y uno atrás.
Ella en sus trabajos trataba con modelos masculinos.
Él siempre pensaba que no estaba a la altura de aquellos con los que ella trabajaba.
Ella lo sabía, pero no podía hacer otra cosa, era su trabajo.
Él nunca reconocería que lo que era, le dolía pero aguantaba en silencio.
Un día ella no le dijo que iba a trabajar con un antiguo modelo, sabía que no le haría gracia, pero no quería enfados. Él terminó enterándose, nunca se lo perdonó, por mucho que ella le pidiera perdón admitiendo su error.
Ella era para él, se compenetraban a pesar de sus diferencias, él era su hogar, el juego entre las sábanas que nunca había tenido.
Él la quería a pesar de todo, pero había una sombra, una eterna sombra que es como la nube que tapa el sol.
Y un día, él no pudo más, a pesar de todo el tiempo que aquel agua y aceite había estado en la misma frasca, y decidió irse, silenciarse, desaparecer.
Ella es ella sin él, pero ya no es ella.
Él era... él.
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