lunes, febrero 25, 2013

Gris multicolor


Gris.
Un tipo gris. Era lo que solían decirme, y quizás fuera así, por mucho que me hubiera empeñado en coger botes de pintura, azul, verde, naranja, amarillo y verterlos sobre mi no conseguía que la mezcla funcionase, si acaso, una leve capa que a los dos o tres lavados volvía dejar  a la vista ese color apagado.
Gris.

Quizás, alguna vez haya habido un destello, un asomo de un blanco, una ligera tonalidad de rosa, algún pálido verde, incluso en breves momentos tan breves como el aleteo de una mariposa, haya habido un estallido multicolor, pero todo se apagó cuando ella decidió bajarse de ese tren, de un tren en el que ella ya no tenía fuerzas para seguir viajando.

Un tipo gris, si aunque sea duro reconocerlo, ese soy yo, en una vida gris, en un trabajo gris, marcando con una x el paso del tiempo en un calendario colgado de la vida, un día más, un día menos.

Sin embargo, hay algo que nadie sabe, y a veces ni yo mismo lo creo, pues parece que todo es una alucinación, un viaje de mi yo astral, quizás un estado mental bipolar.

En un lejano cumpleaños, cuando aún eres casi un adolescente, alguien me regaló una guitarra, empecé con el clásico concierto de Aranjuez a aprender a colocar los dedos, puntear, luego me hice con un pequeño libro de canciones. Pero como con casi todo, la guitarra fue a dormir al pequeño rincón del olvido. Muchos años después descubrí una aplicación para mi ipad, “coach guitar” y “guitarra HD”, pasaba horas enteras practicando, noches de insomnio casi en silencio, de ahí di el salto, en otra pirueta de la vida, a un aparatejo llamado “guitar slide”, para los que no los conocéis es como un una guitarra pero en una pequeña mesa, con las típicas cuerdas, sólo que en una mano punteo las cuerdas y en la otra tengo un cilindro metálico llamado slide. Empecé a frecuentar los sábados por la noche, locales de música sureña, country, folck americano, eran días donde dejaba colgado en el perchero mi traje gris, mi piel gris, mi espíritu gris. Aunque supiera que me estaban esperando para vestirme un lunes sí y otro también,  podía ver una pequeña mota de color.

Al poco conocí un grupo, y una tarde de sábado toqué con ellos en un pequeño garaje a las afueras de Madrid, fue como si hubiera cogido una brocha, abierto todos los cubos de pintura del mundo y sobre un lienzo hubiera dado no uno sino mil brochazos.

Ahora toco con ellos, dos sábados al mes, en pequeños locales, me siento y acaricio las cuerdas, con mi cerveza al lado, empieza a sonar la música.
Cierro los ojos sonrío, acaricio las cuerdas,  rasgo sonidos en el aire, miro al resto del grupo y vuelvo a cerrar los ojos, siento como una fuerza blanca un destello cargado de energía atraviesa cada poro de mi piel, y me siento vivo.

Dejé el trabajo, “estas loco, en tiempo de crisis, con millones de parados, mas vale lo que tienes,  esto es lo que hay…” todas aquellas palabras, eran palabras grises, de gente gris.

Tiré el perchero, con su traje gris, y  mudé la piel mortecina,  ahora doy clases de guitarra, quizás nunca pueda comprarme un coche, o ir de viaje a África central o la India, quizás nunca haga lo que mucha gente hace, pero hoy mis paredes son de color, mi ropa es de color, y cuando los sábados por la noche me siento  en mi taburete acaricio las cuerdas, miro al público y veo los ojos de aquella chica que volvió a subirse al tren, mientras toco “Blues morning in Oregon”, todo, todo es multicolor.  

viernes, febrero 15, 2013

San Valentín


Hace 20 años, un 14 de febrero, el padre de mi hijo me dio una paliza que me dejó inconsciente en el suelo, tirada con una costilla rota.

Ahí fui yo la que dijo  ¡basta! que me separaba...

El día de los enamorados.

Veinte años después, es otro 14 de febrero, nada tengo que regalar hoy, nadie tiene nada que regalarme.

Veinte años después, aún a veces me duele el costado, no por aquella costilla partida, no por el dolor físico que me provocó, me duele el silencio, el sordo ruido de los golpes, las noches solitarias en el salón, ahogando con lágrimas, todas las ilusiones, todos los sueños de aquella juventud que murió entre las frías baldosas de una cocina.

Dicen que: “aceptamos el amor que creemos merecer”.

Yo acepté el amor cuando las heridas cerraron, cuando enterré en el foso de mis sentimientos y de mi corazón, a aquella persona que amé, y que es el padre de mi hijo.
Un hijo al que nunca dije nada, un hijo que me mira y sabe que algo escondo tras mi mirada, pero yo callo y en silencio cuando me habla de su padre sonrío y frenó esas lágrimas que amenazan con saltar al vacío de mi mejilla.

Dicen que: “aceptamos el amor que creemos merecer”.

Y por Dios, que lo intenté, más en aquel día  de San Valentín, se quedó parte mi, y sólo encontré amores  que esperaban fueran efímeros, lo suficiente para hacerme olvidar. Por que creía creer que podría querer queriendo, y sólo logré sentirme más y más sola.

Hoy llaman a la puerta, es el dueño de la floristería de abajo, ese que todos los días me regala una sonrisa y un buenos días, trae un gran ramo de rosas, blancas y rojas, naturalmente no es para mi.

Él se ha quedado mirándome como si leyera en mis ojos un poema inacabado.

Cae la tarde, ya hace 20 años, he sobrevivido a otro día de San Valentín, no todas pueden decir lo mismo.

Vuelven a llamar a la puerta, es él, el hombre de la floristería, no trae una gran ramo de rosas, rojas y blancas, blancas y rojas, sólo trae una, una rosa y una sonrisa.

-         Por que alguien como tú no merece pasar un San Valentín sin una rosa.

Hoy ya no hace 20 años hoy es mi primer San Valentín.

miércoles, febrero 06, 2013

La galería


Después de un día agotador en la oficina, lo que menos me apetecía era ir a la exposición de “no sé que pintora”.
Me había llegado la invitación por e-mail, y casi sin querer la había aceptado.
En realidad nada ni nadie me esperaba en casa y salir me vendría bien.

Hacía frío esa tarde, la galería estaba en el centro, lo que me posibilitaría volver a casa andando sin tener que coger ningún medio de transporte.

En cuanto abrí la puerta una ola de calor,  me golpeó, la galería estaba muy concurrida, quizás fueran los canapés y la bebida gratis las que habían servido de reclamo. Por un instante me sentí fuera de lugar, no conocía a nadie, tampoco me importaba mucho, dado mi carácter introvertido que rozaba lo antisocial.

Un camarero se apresuró a acercarse con la bandeja, educadamente me la puso delante ofreciéndome diversos refrescos, vino tito y blanco y cerveza. Opté por esta última elección, mientras me detenía a observar el primer cuadro. Un lienzo enorme, de fondo blanco cruzado por una gran línea deforme azul, y como si alguien hubiera cogido una brocha y salpicado con ella, gotas de diversos colores cubrían el ángulo superior izquierdo.

Detrás de mi, alguien, al que consideré el crítico de turno se deshacía en elogios.

- Es impresionante como conjuga el vacío existencia, del blanco con la ruptura vital del la línea indefinida. Observe como transciende la quietud  del primer trazo con le final del mismo, como si con ello quisiera decirnos que al principio el inicio de la vida se mueve en ese espacio intemporáneo que es la seguridad no tener miedos, para terminar abruptamente con esa, digamos, lluvia de miedos y recelos, representada aquí por la multitud de puntos de diversos colores y trazos. Sencillamente genial.

No pude dar crédito a lo que acaba de oír, o yo era un inculto, artísticamente hablando, o aquel personaje se ganaba la vida inventado lo primero que se pasara por la cabeza.
Decidí no perder más el tiempo, y seguí avanzando cuadro tras cuadro, mientras engullía un canapé de salmón.
Ya  llegaba al último, cuando sentí una presencia femenina a mis espaldas.

- Sinceramente ¿Qué le parece?
- Bueno, no entiendo de arte, puedo decir que me ha gustado en algunos la combinación de color, pero lo mío no es el arte abstracto, soy más de…

No llegué a terminar la frase, frente a mi, la autora de tal pregunta emergía como lo hacia la famosa Venús en el cuadro “El nacimiento de Venús” de Boticcelli.
Llevaba un vestido negro ceñido, unos tacones que retaban directamente a la ley de la gravedad, y sobre sus hombros un pelo rojizo caía suelto y libre de ataduras.


- ¿Eres la autora de estos cuadros, verdad? – balbucee como pude.
- Si. Pero no te sientas intimidado por ello – me contestó, mientras sonreía.

No pude deducir si lo decía en serio o simplemente estaba bromeando conmigo.
Continúe viendo la exposición con ella, muy interesada en mis comentarios, aunque al final la conversación versó más sobre temas personales.

Cuando me fui quedamos en llamarnos.
Dos días después recibía un whatsapp, “hola, ¿te apetece venir a mi estudio y tomar un café?”, “Sería genial, mándame la dirección y la hora”

A las 7:30 llamaba a la puerta, el estudio era un local diáfano en una de esas estrechas calles del Madrid antiguo, observé los lienzos las pinturas, una estufa central que daba calor a la estancia, y en una esquina una niña, que no llegaría a los cinco años, cubierta de pintura de los pies a la cabeza, saltaba sobre una tela.

- Me gusta el estudio, siempre me han encantado los sitios diáfanos con estas columnas en medio, ¿puedo? – le pregunté mientras sacaba mi móvil para hacer unas fotografías.
- Claro, hazlo.

Hice varías fotos, mientras seguíamos hablando, me contó que aquella pequeña era su hija, una aventura loca con un escultor que acabó dejándola para irse a Berlín. No se arrepentía aunque su vida hubiera cambiado radicalmente a partir de quedarse embarazada.

Aquel día fue el principio de otros, unos más íntimos, otros más familiares.
Sin saberlo me fui enamorando y creo que ella también.
A los dos meses de aquella primera visita al estudio, hubo otra exposición.

 Llegué tarde, no quería entrometerme en esas reuniones de artista, futuros compradores, críticos de arte. Me perdí entre la gente mientras veía las pinturas, ahora con otros ojos. De repente me detuve ante una de ellas, los trazos, las formas y colores me sonaban de antes. Saqué el móvil, pulsé el botón de fotos y luego el de fototeca y allí estaba, era ese cuadro no cabía duda, el cuadro que aquella niña de cinco años había “pintado” embadurnada de pintura.

La busqué con mi mirada, allí estaba como aquella primera vez, sólo que esta, me sonrió, bastó aquella sonrisa.

Pulsé la foto unos instantes, el tiempo necesario para que apareciese el icono de la papelera, “desea eliminar” , apreté el “si”.

¿Que aquello era un fraude? Puede que sí, puede que no, a quien le importa quien ha pintado esos cuadros, a mi no, en ese momento sólo me importaba que ella cerrara la galería y pintarla su cuerpo con mis besos