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COMO SI LA
VIDA ENTERA DEPENDIESE DE LOS PASOS QUE HAY ENTRE LA SILLA Y LA PUERTA DEL
DESPACHO DEL DOCTOR
Estoy en la sala de
espera del centro médico, las paredes de un blanco ya envejecido por los años,
no logran distraer el olor tan peculiar de los hospitales.
He
venido solo, nadie sabe que estoy aquí,
¿por qué?, quizás ni yo mismo sepa responder a esa pregunta, miro al
resto de los pacientes, leo sus miradas pérdidas, algunas carentes de
esperanza, otras reflejan la incertidumbre como la de aquellos estudiantes
universitarios que esperan que cuelguen los resultados de sus exámenes,
aprobado o suspenso, pero aquí es vida o muerte.
Debería
presentarme, me llamo Alberto, tengo 43 años, una buena edad dicen
algunos, aunque yo me quedaría en los
treinta y tantos. Ciertamente, y os lo digo de forma confidencial, dudé como
vestirme para venir a la consulta, parece absurdo, si, ¡qué más dará lo que uno
se vaya a poner a la hora de ir al médico!, sin embargo yo saqué tres
pantalones, dos camisas, antes de decidirme, como si tuviera una cita, Al final
elegí un pantalón negro, una camisa blanca y una chaqueta de sport. Tengo una
pequeña empresa de diseño de interiores,
aunque ahora con la crisis no va muy boyante, pero intento resistir haciendo pequeñas
chapuzas y obras.
Cuando uno está aquí
sentando parece que es momento de hacer un balance de la vida, no sé si os
habrá pasado a vosotros, la verdad es
que no puedo quejarme, estoy casado con Lucía y tenemos dos hijas
Sara de 8 años y Cristina de 12.
Sin embargo siento que me
falta algo, quizás haya sido siempre así, mi vida con Lucía se ha vuelto como
esos ríos que bajan de aguas mansas sin turbulencias, hace años cuando nos
conocimos, éramos un torrente, todo
pasión, no nos importaba nada,
solíamos coger la mochila, improvisar y
lanzarnos un fin de semana a la aventura. Recuerdo con nostalgia aquellos días,
quizás sean fruto de la juventud, cuando crees que puedes comerte el mundo.
Luego llegan las preocupaciones, las
responsabilidades y cuando quieres darte cuenta tu vida va pasando entre
hipotecas, pañales y recibos. No digo que eso no sea la felicidad, pero siento que la rutina me ha cogido con
sus largos brazos, y la vida se va yendo por el sumidero lentamente.
Tengo un amigo Carlos, le
conocí en la universidad, tres años menor que yo, compañero de fatigas, él
acabo la carrera, ahora es diseñador industrial, yo tuve que dejarla, un cáncer
se llevó a mi padre, y tuve que hacerme cargo de su pequeño negocio. Ese que yo
odiaba tanto y que al final hubo que cerrar. No me arrepiento, a pesar de que
mi padre fuera uno de aquellos chapados a la antigua, de los que pensaban que
mano dura era la mejor forma de educar, y que cualquier muestra de cariño era
una muestra de debilidad.
Carlos es el tipo que
todos quisiéramos ser, independiente, libre, deportista, el clásico ligón que
cuando llega a cualquier sitio, y se baja de la moto y se quita el casco sabes
que todas las miradas son para él. Sin embargo tras unas cuantas cervezas, me
confía que en realidad envidia mi vida, que a él le encantaría tener a alguien
a quien esperar y quien le espere, que
ya esa vida de “picaflor” pasó y se siente realmente cansado.
Lo mejor de todo es que
cuando se le pasa el efecto del alcohol, ya no se acuerda y vuelve a ser el
mismo de siempre, aunque es cierto que lleva unos meses que no me cuenta nada
de sus aventuras y le noto cambiado, cualquiera que le viera diría que se
ha enamorado.
Miró el reloj, ya han
pasado 20 minutos desde la hora en la que debería haber entrado, intento no
pensar en ello, esos dolores de cabeza y aquel mareo, estoy convencido de que
es causa del estrés, llevo meses intentando cuadrar cuentas, sacar obras con
las que pueda mantener a la plantilla e intentar llegar a casa y que no lo
noten. No es que no tenga confianza en Lucía, pero para que preocuparla, bastante
tiene ella que dejó su trabajo de abogada cuando se quedó embarazada de
Cristina, luego entre unas cosas y otras y como el negocio iba bien se dedicó a
la niña, hasta que volvió a quedarse embarazada de Sara. Sin embargo tengo la
sensación de que a pesar de lo que
quiere a sus hijas echa de menos ejercer, estar al pie del cañón, y no se lo
reprocho, yo no podría estar sin trabajar, aunque gozase de una buena y
confortable vida.
La puerta del doctor se abre, sale la enfermera, mira
su lista:
-
- - Alberto Tejada.
- -
Sí, soy yo.
Tardo unos instantes en
levantarme, lo justo para sentir un vacío en el estómago, como si mi vida
entera dependiese de los pasos que hay entre la silla y la puerta del despacho
del doctor.
Tengo ganas de echar a
correr, de ignorar el resultado de las pruebas, quizás viviendo en la
ignorancia sea feliz, pero mis piernas
me arrastran decididas a no dar marcha atrás.
El doctor se levanta, lo miro fijamente intentado
descubrir cualquier atisbo en su rostro, pero él sonríe afectuosamente y me tiende
la mano.
- -
Alberto, siéntese por favor.
- -
Gracias doctor- le contesto.
Baja la vista y abre la carpeta donde se encuentra mi historial médico.
- -
Bueno aquí tengo las radiografías que le
realizamos a raíz de esos dolores de cabeza. ¿Cómo se ha sentido estos días?
- -
Bien, ya sabe, los nervios del trabajo, el
estrés, he sufrido algún pequeño dolor, pero nada que un ibuprofeno no
solucionase.
- -
¿Y los mareos?, ¿Ha tenido alguno más?
-
- No, exceptuando el último, no he tenido
más.
- -
Muy bien Alberto. – me dice mientras se
levanta y coloca la radiografía en el negatoscopio – ¿ha venido solo?
- - Si
he venido solo…. – mis piernas tiemblan, ¿qué clase de pregunta es esa?,
¿necesitaba que alguien me acompañara?, empiezo a pensar que no voy a tener
buenas noticias, miro a la enfermera y esta me sonríe, pero ya no sé si su
sonrisa es natural o simplemente se está compadeciendo de mí.
- -
Por favor Alberto, acérquese.
Me cuesta levantarme, noto
la boca seca, y en mi mente empiezan a aparecer un sinfín de enfermedades extrañas
que seguramente tendré.
- - Bien,
ante todo voy a explicarle lo que hemos
encontrado, en sus radiografías, como verá aquí hay una mancha blanca de unos
milímetros de grosor.
Se me nubla la vista, para mi todos son manchas
blancas.
- - ¿Me
está diciendo que tengo un tumor? – mis palabras se resbalan de mi boca y se
estrellan en mis oídos, como si no hubiera sido yo el que las hubiera
pronunciado.
-
- Ya que has sido tan directo Alberto, sí,
así es, un tumor…
Siento que el mundo se
derrumba bajo mis pies, el doctor sigue hablándome, pero en mi cabeza sólo oigo
el eco de una palabra TUMOR CEREBRAL.
- -
¿Alberto? ¿me está escuchando lo que le
digo?
- -
Si… esto... perdone doctor, ¿me decía?
- Es
un análisis prematuro, evidentemente hay una masa en su cerebro, pero ante todo
hay que hacer las pruebas pertinentes para determinar de qué tipo y en su caso
de que grado es, a veces incluso las radiografías pueden mostrarnos elementos
que luego no son, por lo que me gustaría hacerle una tomografía y si esta
confirma lo que vemos aquí procederíamos a hacerle una biopsia.
- -
Ya… ¿y para cuándo?
- - No
podemos dejar pasar mucho tiempo, lo mejor es actuar rápidamente, me he
adelantado y he solicitado las pruebas para pasado mañana, hay que ser lo más
rápidos posibles en estos casos.
- -
¿Quiere decir que me van a ingresar?
- - No
hará falta, se utilizará un medio de contraste, con que no tome ningún alimento
ni beba las 6 horas antes de realizarlo bastará.
- -
¿Y… en el peor de los casos…?
- - No
nos adelantemos a los acontecimientos, sobre todo es mejor tener un ánimo
positivo, en estos casos hay un alto porcentaje de que sea un tumor benigno,
con lo cual se le extirparía.
Le
voy a dar cita para la tomografía, vamos a ver pasado mañana es…
- -
Trece, miércoles- le contesta rauda la
enfermera.
- -
Gracias, miércoles 13, a las 11.30 en el
Hospital de la Princesa, ¿lo conoce?
- -
Si, es el que está entre las calles de
Diego de León y Conde de Peñalver ¿no?
- - Exacto,
recuerde, ha de estar sin comer ni beber al menos 6 horas antes, por favor no
tome nada de desayunar, ¿ha tenido alguna vez alguna reacción al medio de
contraste, si es que se lo ha hecho anteriormente?
- -
No, esta sería mi primera vez, pero hasta
donde yo sé no tengo alergia ninguna.
- - Bien,
aún así dígaselo a la enferma cuando llegue. En cuanto tenga los resultados de
la tomografía le citaré y ya adoptaremos las medidas oportunas, por ahora
intente no darle muchas vueltas ¿vale?
- - Si
doctor, - le mentí. ¿Cómo no iba a darle vueltas? Me acaba de decir que lo más
probable es que tenga un tumor cerebral y no voy a darle vueltas, ¿está loco?.
Está claro que no es a él a quien acaban de diagnosticarle un tumor cerebral.
La enfermera me abre la
puerta y me sonríe, de nuevo aquella sonrisa, me pregunto si será la misma para
todos, o quizás tenga varias, si uno no tiene nada grave una ligera sonrisa, si
la cosa se agrava la sonrisa se hace más efectiva, y si como es mi caso ya es el sumun una
amplia sonrisa, ¡joder! ya puestos para
una sentencia como la mía al menos que enseñe las tetas.
De pronto empiezo a reír, imaginándome
la secuencia, tiene usted un tumor cerebral y la enfermera solícita y presta se
abre la camisa y enseña sus dos majestuosas tetas, mientras el doctor sonríe y
aclara – “y no son implantes, no se vaya a creer, aquí todo natural “.
El resto de pacientes me miran sorprendidos, mientras
yo no puedo parar de reír.
- -
Vaya que buena noticia le han debido de dar
– me dice uno de ellos.
- - Si, la mejor – le respondo sin dejar de
reír.
Salgo a la calle, un aire
frío me sacude devolviéndome a la realidad, la imagen de la enfermera se
desvanece, el shock del primer impacto se pierde y se apodera de mí la extraña
sensación de estar al borde del precipicio.
Entro en el bar más
próximo, huele a cerveza y madera, me acerco a la barra, el camarero un tipo
entrado en años y en carnes lava un vaso con desgana, me mira, deja el vaso a
medio lavar y mientras se seca las manos en un paño, se acerca.
- - Hola, póngame un vino, por favor.
-
- ¿Blanco o tinto?
-
- Tinto.
-
- ¿De la casa o prefiere un rioja?
- Por dios, una pregunta más y soy capaz de saltar la
barra y ponérmelo yo mismo.
-
Un rioja…
-
- ¿Algo para picar?
-
- ¡No, sólo el vino, por favor! – le digo
harto de tanta pregunta.
Al final me pone un chato
de vino junto a un platito de aceitunas, me mira de soslayo y vuelve a por el
vaso a medio lavar.
Recojo el vino, dejo las
aceitunas, que seguramente serán puestas a otro, y me siento en una de las
mesas. Levanto la vista, en el televisor gesticula el presentador del
“Sálvame”, gracias a Dios tienen el volumen bajado. Apuro el vino de un trago,
y con la vista le hago una indicación de que me ponga otro.
Junto los dos vasos, uno
lleno otro vacío, y no puedo evitar hacer el símil, me siento como ese vaso
vacío, y un miedo que crece desde las uñas de mis pies se va apoderando de mí,
atenazándose en el estómago hasta subir a la garganta.
-“Voy a morir” – me digo,
y es la primera vez en la vida que tengo la certeza de que todo puede acabar.
Recuerdo cuando murió mi
padre, lo más doloroso fue la sensación de que ya nunca más vas a volver a
verle, no es como cuando vives en otra ciudad, que aunque no le ves sabes que
está ahí, es algo muy diferente, un día está y al otro no, pero ya nunca más estará, ni su voz, ni su
presencia y te deja un agujero, un hueco que sólo el tener que seguir viviendo
lo maquilla.
Pienso en mis hijas, en
Sara y Cristina, ya no las veré crecer, ni podré cabrearme cuando lleguen con
el corazón roto por el primer imbécil que las deje. No podré disfrutar de las
navidades todos juntos abriendo los regalos, ni cuando Sara busque debajo de la
almohada lo que le deje el ratoncito Pérez.
Intento no llorar, acabo
el vino y me pido otro, el camarero me mira pero no dice nada mientras deja el
vaso, ya sin tapa. Pienso en Lucía, aún es joven y guapa, quizás encuentre a
alguien y se vuelva a enamorar, y yo al
final sea sólo un recuerdo, un álbum de fotos, alguien en quien pensar muy de
vez en cuando.
Como se lo voy a decir,
como puedo llegar a casa y soltárselo a bocajarro, ya no puedo ocultar que he
ido al médico, tengo que pensar en arreglar todos los papeles, saco el móvil y
pongo una alarma “sacar el seguro de vida, y ver los papeles de Santa Lucía”.
Tengo claro una cosa, y es que quiero que me incineren, después de que si hay
algún órgano aprovechable lo cojan y busco la tarjeta de donante en mi cartera.
“Bueno” – me digo,-“al
final podré cumplir lo que siempre decía de que quería una fiesta nada de
velatorio, una fiesta, música y bebida, podré hacer algún cd, un recopilatorio
de la banda sonora de mi vida” y sonrío.
Miro el reloj, se hace
tarde y debo regresar a casa, aún no sé cómo encararlo, quizás me esté
precipitando y lleve razón el doctor y sólo sea un tumor benigno, una
operación, una cicatriz de la que presumir y ya está… pero… y si no lo es…
Dejo un billete de cinco
euros sobre la barra, me ajusto la chaqueta y salgo a la calle, el cielo se ha
cubierto de nubes, cae la tarde sobre Madrid, la gente tiene prisa por volver a
casa, hace frío, y de pronto me siento un extraño, como si aquellas calles no
fueran mis calles, como si aquella ciudad no fuera mi Madrid, aun así decido volver andando, mientras
pienso en cómo voy a decírselo a Lucía. Sin embargo retraso el paso, como si no
quisiera llegar nunca a casa, y al pasar frente al parque del Retiro, entro,
hacía años que no paseaba por él, escucho el aire corretear entre las hojas, e
inspiro el aroma a hierba.
- ¡Qué tonto he sido! – me
digo.
He pasado casi todos los años de mi vida corriendo tras metas intentando
alcanzar el futuro. Cuando joven quería tener más años para poder salir con mis
amigos, deseaba alcanzar los 18, el carnet de conducir, no tener que dar
explicaciones, y llegan los veinte años y quieres comerte el mundo, la vida
universitaria, las chicas y sigues queriendo correr, porque las chicas que te
gustan sólo tienen ojos para los tíos mayores y cuando quieres darte cuenta
entras en la treintena, con algo de suerte quizás tengas a alguien al lado a
quien querer que te acompañe en ese camino.
Y la vida te devora, sin
pensarlo, dejas de hacer aquellas pequeñas cosas que te reportaban esos
trocitos de felicidad, echas horas en el trabajo porque tienes miedo a
perderlo, porque deseas un nuevo coche, o un nuevo televisor, aunque con el que
tienes te podría valer.
Y ahora cuando la vida te pone ante el precipicio es
cuando esas pequeñas cosas que dejaste de lado, adquieren todo su valor,
¡cuántas tardes y noches, en la oficina haciendo números, intentando satisfacer
a clientes caprichosos!
Y al llegar a casa sólo poder abrir la puerta para ver
a mis hijas dormidas, un beso
silencioso, “cierra la puerta, no las despiertes, te estuvieron
esperando…” me decía Lucía casi como un
reproche, y yo lo justificaba con que hay que pagar la casa, los estudios, las
vacaciones…
Ahora daría todo lo que fuera para recuperar esas tardes y ponerme
a jugar con ellas, a pintar con ellas. Lloro mientras camino hacia el Palacio
de Cristal. A esas horas ya casi nadie queda, y me envuelvo en el silencio.
¡Qué cruel eres Dios!-
quiero gritarle, quiero pegarle, querría cogerle del cuello y darle de hostias
hasta no poder más, “te llevaste a mi padre, cuando más lo necesitaba, cuando
él iba a empezar a disfrutar después de toda una vida de perros trabajando, y
ahora quieres quitarme lo que más quiero,
dejándoles sin padre … ¿porqué, porqué llegas a ser tan cruel?
Y golpeo con el puño el
tronco de un árbol, se me raspan los nudillos y empiezo a sangrar, unas chicas
pasan no muy lejos, y oigo que susurran:
- -
Debe estar borracho ¿has visto que ha
pegado al árbol?
Les sonrío, como si no
hubiera pasado nada, saco un pañuelo y
me limpio la mano. Es hora de volver, al menos hoy cenaré con ellas.
1 comentario:
No me lo leo porque quiero el libro y punto.
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