PARTE 3
Tengo
las manos arrugadas por el agua caliente, me pregunto: ¿Cómo he
llegado hasta aquí? ¿Qué es lo que me ha traído hasta este punto,
malas decisiones, la vida…? Y estas preguntas son como una grieta
por donde se cuelan los recuerdos…
Me miro la mano
arrugada por el agua… y veo una mano pequeña también arrugada
pero por el agua de mar, me inunda una de ola de nostalgia, quizás
aquellos momentos fueron los más felices de mi niñez, el
mediterráneo y yo, el mediterráneo y mis hermanas, y mis tios y
mis padres.
Dos meses de vacaciones, cuando uno es niño
no hay futuro en el que pensar, ni pasado que sea un
lastre.
Disfrutaba mucho aquellos días, la piel morena, caminar
por la orilla, “cazar” algún pescadito, las primeras tonterías
con las chicas. Pero ahí ya se labraba sin que yo lo supiera lo que
iba a ser mi vida sentimental.
Mientras mis amigos
“picoteaban”, yo solo quería a alguien a quien querer y que me
quisiera, tímido donde los haya… y claro las chicas no buscaban
ese “romanticismo”.
Supongo
que ahí se empezó a fraguar todo, y llegan los por qué.
Mi
padre, siempre que lo recuerdo, es como una imagen alta, lo veo desde
abajo, marcando distancia, nunca mirando hacía mi, al menos no como
un niño necesita. Ahora intento comprenderlo, el rol de marido, de
padre, de un pasado de padre triunfador y autoritario, demasiada
sombra para una persona como él. Supongo que fue una extensión de
lo que él sintió, y yo no recuerdo un abrazo un beso, una palabra
cariñosa.
Su cariño era una ausencia.
Una
palmadita rara en la cabeza que se sentía más como un trámite que
como un gesto de amor.
Mi cuerpo se acostumbró a su perímetro
de seguridad, a su distancia.
Sin
embargo ahora siento una onda tristeza por él, le veo sentado en su
sillón, e imagino lo vacía que debía sentir su vida. Quizás si me
queda tiempo, pueda contar como era mi vida en casa con mis padres y
su relación.
Estos
recuerdos me hacen temblar, abro la puerta de la ducha, tengo una
cerveza, una voll-dam, como las que tomaba en la terraza de aquel
piso que daba al mar, con Bruce cantando en noches estrelladas.
Ahora
echo un trago, y el frio líquido se desliza por mi garganta
llevándose el sabor amargo de esos recuerdos.
Mi
padre… y mi madre.
Mi madre es otra historia en muchas
historias, por un lado, creo, nunca imagino como sería su vida
cuando conoció aquel “hijo de papá” en Bilbao, imaginaria su
futuro casada con alguien adinerado, ella que venía de una familia
pobre. Un matriarcado vasco, duro, recio, donde tampoco cabría lugar
a una caricia, ni a un te quiero.
Recuerdo ir a un cine de la
gran vía “Imperial” a ver las películas de Disney, quizás los
momentos más maternales, por que luego estaba su lado oscuro, el que
se asomaba más de lo que debería, todo era una condición, una
comparativa sucesiva “has visto al vecino qué bien se porta”
“mira que notas ha sacado tal y cual” y más tarde “los
estudios de los demás, los trabajos, sus novias…”
Cada
éxito era minimizado, cada fracaso magnificado.
La ilusión se
me desdibujaba al instante, sustituida por la sensación de ser una
eterna copia de un original inalcanzable. Ella nunca nos miró de
verdad; nos miraba a través del prisma de lo que éramos en
comparación con otros.
Quizás
la cuchilla, el suelo de la ducha, la ausencia de ilusión... todo es
una consecuencia directa de un niño que aprendió muy pronto que no
era suficiente.
Un niño que se hizo hombre con el eco constante de "podrías ser más" en la cabeza.
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